Eterno verano. (Texto también válido para la cosa catalana)

Se alarga el verano. Parece que el anticiclón de Azores se ha instalado allí para jubilarse. Qué nombre más hermoso el de este Anticiclón. Pareciera una fragata de guerra. Llega noviembre y no llueve. Amanece cada mañana idéntica a la anterior, monótona, con una aparente normalidad. Todo, sin embargo, está hecho un secarral en el que los escarabajos, abejas, avispas, moscas y mosquitos revolotean haciendo el agosto en otoño. Ayer se metió una en el coche, molesta y amenazante (una avispa en un coche es una pequeña bomba con cuenta atrás) y me hizo parar para intentar echarla. Verdaderamente, no parece que nada vaya a cambiar. Mira uno los periódicos para ver la previsión y a quince días vista, no se aprecian cambios. Esperaremos. Por si llueve.

El rincón del canon

Tras el cambio de casa me he encontrado con la dificultad de colocar la biblioteca. Uno debería cambiarse de casa de cuando en cuando para revisar sus necesidades literarias. He tirado-vendido-regalado un buen lote de libros que se acumulaban en la estantería robándole el pan y el agua a quienes por mérito deberían ocuparlo. Tenía los azorines apretados, los juanramones entreverados con vetas de poesía francesa. Novelas de única lectura en doble fila, desordenados como soldadesca y a punto de motín. Obras repetidas en ediciones de medio pelo se habían hecho fuertes en los adarves. Y me he comportado como cura-barbero y he escrutado, ahora novelas, ahora poesías y los he dado a los fuegos del punto limpio y los libreros de viejo. En el salón he reservado dos pequeños espacios. El antiguo mueble decó donde dejo libros viejísimos que guardo por devoción, y un pequeño estante en el que me cabían no más de quince libros. Ese hueco, precisamente, me ha parecido de una extraordinaria importancia. Sé que vendrá a casa algún que otro amigo que ya me conoce y no se sorprenderá de lo que uno lee. Pero también otros, no cercanos, que escrutarán qué he colocado ahí. (Los conocemos. Entran en casa y se acercan a los libros como el visitante que le hace una caricia a nuestro perro. No se acercarían a ver la vajilla ni las fotos familiares. Pero creen que repasar las lecturas que haces no le está vedado a nadie, no es delito, no es cotilleo. Y lo hacen con cierta soberbia, como si tuviesen que aprobar o no nuestros gustos literarios). Así que he elegido una breve selección para que quien llegue tenga claro lo antiguo que es uno en estas cosas, lo alejado que está de las estanterías y las mesas de novedades. Han quedado Juan Ramón, Cervantes, Novalis, Tomás Segovia, Cernuda, Jaccottet, Machado y poco más. Lo he llamado el rincón del canon. Que se delaten.

cumpleaños feliz

Le entran a uno ganas de hacer revisión de la vida. No sabría bien si escribir una autobiografía, una autoficción, unas memorias… Este diario es más bien poco. Está escrito a trancos de cojo y trata de todo menos de uno mismo. Por otro lado, soy persona pudorosa y la exhibición propia me parece algo de mal gusto. Lo que pide el cuerpo ahora, cumplida la edad que he cumplido, es más un examen de conciencia, algo más íntimo y autorrevelador. Entre los géneros autobiográficos, debería incluirse éste último. Que fuese una forma de confesión flageladora, donde, a la vez que contásemos nuestra vida nos fuésemos dando con el cilicio de la culpa. Porque, creámoslo o no, nuestra vida es un cúmulo de errores que hemos ido olvidando para no ir por el mundo pensando que somos ratas o, aún peor, insectos. La vida es muy corta, pero da tiempo a hacer muchas estupideces. Me acuerdo a menudo de una serie de televisión cuyo nombre he olvidado. Un norteamericano que llevaba una lista de todos los errores que debía compensar para que su karma no lo vapulease. Esa sí es una buena autobiografía. Una lista; una sencilla lista de errores. Lo demás es sólo adorno.

Preparación del verano

Está bien. Retomaremos esto del diario ahora que llega el verano. El invierno es la subida  de un puerto, de los de aquí, de los que los ciclistas llaman gráficamente rompepiernas. Le quita a uno las ganas de escribir y como lo tiene que hacer, de obligado, para el periódico, lo agradecido, lo de uno, se queda para más tarde. Cómo está la poesía, eso sí. Me manda D.F. la foto de L.S, la poetisa influencer con unos versos que parecen ser de una canción de Mecano. Este grupo le gustaba mucho a Umbral, o al menos decía que rimaban muy bien, que, quizá no sea lo mismo. L.S. es una mala poeta, pero mona. Muy mona. Tiene legión de seguidores que lo hacen, no porque sea mona, sino porque es poeta. Estoy seguro de ello porque he visto a muchos adolescentes leer sus libros y, lo que es más increíble aún, comprarlos. Así que no pecare de machista, que no lo soy. La gente lee la poesía de L. S. A mí no me gusta nada, pero también es verdad que tampoco me gusta la poesía de Valente que, dicho sea de paso, era un tipo bastante feo. Si la chica se aprovecha de que es mona para vender libros o para que lean los jovencitos de granos en la cara a mí me parece muy bien. De hecho, gracias a poetisas como L.S. la poesía se vende. Valente echó a muchos lectores de poesía de las librerías.

 

Críticas literarias de verano

No sé por qué el vecindario me mira mal en la playa. Digo vecindario porque la playa es un aditamento de la urbanización y de puro pequeña, apenas llegamos a diario los mismos antiguos visitantes. Llevo un  libro de Pla, «La vida amarga», una colección de relatos que tienen la gracia del los del Catalán. Es cierto que cada uno de los personajes retratados -en el fondo es una maravillosa colección de retratos- se desenvuelve en esa neurosis de principios del XX que invocaba al «bon vivant» mientras se cultivaba la melancolía y la nostalgia de todo decadentista que se preciara. No dejaba de ser aquello  la esencia de la modernidad y a mí, particularmente, me ha divertido mucho la cosa biográfica de la época, más cuando se toma con la disidencia militante de Pla hacia el género. Como él propio decía, (traduzco yo) «no puedo negar, a priori, que pueda existir una confesión absolutamente auténtica. Lo que quiero decir es que toda confesión forma parte también de nuestro instinto de conservación, del cual, el amor propio es uno de los capítulos más importantes y que toda confesión se produce bajo el peso de justificantes de una plausibilidad asegurada. Somos, pues, muy permeables a las opiniones de otro mientras sean opiniones que nos convenzan».

Así que me bajo con la silla de plástico verde, las gafas de sol graduadas y el libro y me siento junto al Mar Menor, a tres pasos escasos del agua, junto a los compañeros belgas que año tras año ocupan el mismo lugar, como si todo el año se redujese a un paso necesario para llegar a este tiempo de verano. El libro lo editó hace años Destino en su colección La Butxaca, edición en catalán, claro está. Que un castellano de Ávila baje a una playa murciana con un libro en catalán parece una excentricidad para algunos, si no una boutade. Pero uno lee catalán como lee francés o italiano. Es un defecto como cualquier otro el de querer leer el original en su lengua. Son las siete y media de la tarde. El atardecer sobre el Mar Menor es de una espectacularidad comparable sólo a las puestas de sol urgentes de Indonesia o de Kenia. Los niños juguetean en la orilla y las ancianas alargan sus tertulias dentro del agua. El ruido (el soroll me sale decir) es apagado, murmurador. Leer se hace fácil. Hasta que un fulano, medio conocido se acerca con la tablet y me dice: «¿aún lees en papel?». Le contesto que leer a Pla en una tablet sería un pecado casi mortal que me condenaría a las penas del infierno o a no pocos años de purgatorio. Mira la portada de mi libro: «vaya lecturas para el verano» -dice. Me encojo de hombros y lo dejo ir, hacia su silla, con su tablet. Qué va a ser ahora de los lectores cotillas de la playa, sin poder comprobar cuál es la lectura de moda en el verano.

Vuelvo a mi lectura. Pla me habla de Florencia, mi homeland. Pero se me hace difícil seguir. Quizá me habría tenido que bajar alguna novelita fácil, británica, tipo Readers Digest. Impedimenta las tiene a seis euros para el Ipad… Me digo que tengo que escribir esto en los diarios.

Autobiografías

Con no muchos más de veinte años le diagnosticaron un cáncer. Pensé que era mal momento para enfermar, porque estábamos de exámenes, como si existiese algún momento mejor o peor para la enfermedad. Se ve que, ante ella, todos nos protegemos de manera inconsciente. El otro día me entregó unos folios en los que había escrito su experiencia. Habla de la aparición del tumor, de la visita al médico, de la noticia, del tratamiento y de la recuperación. Tiene, recuerdo, unos veinte años. Cuando leía el texto sabía que era un documento autobiográfico, lo leía sabiendo quién era el muchacho, uno de esos chicos tímidos en los que la buena educación y la vergüenza producen una inmediata sensación protectora. Lo conocía y, aunque pasó más o menos desapercibido entre el conjunto, tardé en saber quién era, hasta esta mañana. Me he encontrado a su padre en la cafetería  del desayuno. Es compañero de trabajo. Nadie me dijo nada y nada sospeché de sus apellidos. Así que lo ido individualizando, descubriendo en su cara los rasgos de su familia, poniendo cara a los personajes del relato…

Acostumbrado a estudiar cosas como si la autobiografía es posible, si siempre hay ficción, si la identidad es un relato y cuestiones teóricas de este tipo, me he sentido como si todos mis estudios, tesis doctoral, artículos varios en importantísimas revistas del gremio y cosas por el estilo fueran naderías. Todo el drama de la vida con sus miserias y sus luchas se han aparecido como agua de manantial. La vida es una cosa y la lecutura es otra. Cuando se cruzan, brillan ambas. Aunque sea para contar algo terrible de nuestras miserias humanas.

Pompeya

El verano se va yendo con sus secarrales. Ya van cayendo algunas hojas. Las grandes hojas de los plátanos de sombra se dejan morir a medio secar, mitad amarillas, mitad verdes, como si la parte muerta se hiciera con el poder de decidir. No muere todo a un tiempo, se ve. La enfermedad de una parte obliga injustamente a todo el organismo.

Pasó el verano, decía, y no estuvo mal del todo. Italia, sobre todo: Florencia, como siempre. Y Nápoles. Nos acercamos a Pompeya, que se cae. A la ciudad que sobrevivió más de mil quinientos años bajo las cenizas y la tierra, se le quitan las ganas de seguir en pie en estos tiempos posmodernos. Se le cae Pompeya a los italianos que montan sus chiringos de recuerdos en los alrededores; a los exprimidores de limones y fabricantes de limoncelos, a los alcaldes y presidentes del país. Pero, sobre todo, se le cae a nuestro propio tiempo de cartón piedra. Como si se hubiera dado cuenta de que algo peor que el Vesubio le amenaza. Miríadas de turistas deambulamos por las calles, entramos sin pudor en sus casas y sus termopolia, donde hasta los fantasmas parecen seguir yendo a por puches. 

Y hay quien señala con el dedo el molde de escayola de un angustiado pompeyano en agonía intuyendo cómo fue su muerte. Todo esto tiene algo de indiscreto e, incluso, de impúdico; casi de pornográfico. Quisiera uno pasear por allí a solas. Seguro que se le aparecían las almas de algunos de sus vecinos. Pero ahora Pompeya es un parque temático de las curiosidades romanas.

Tienen las hojas de los plátanos de sombra algo parecido a la piel humana, al cuero. Son hojas muertas pero parecen recordar su reciente vida. 

Los precios de la independencia

Un pujol, en catalán, es una colina, un cerro, diríamos aquí. Como en la película aquella, «el hombre que escaló una colina pero bajó una montaña», se diría que la independencia catalana va a suponer eso, escalar una colina. A uno le parece que las independencias en democracia salen más bien baratas. Si el pueblo catalán tuviera que luchar por la suya en las condiciones de hace unos cientos de años, a ver cuánto independentista salía. La voluntad, por sí sola, no es nada. Vender una independencia porque hay voluntad, es menos. Si se tiene voluntad hay que ejercerla y no sólo con el voto. Eso está muy bien para según qué cosas, como poner en la poltrona a quienes gobiernan, porque la soberanía nace de la voluntad popular de gobernar. Y esa voluntad se ejerció con no poca sangre. 

A quien pensaba que la independencia iba a salir de rositas, que vaya viendo el ejemplo. Pujol debería ir a la cárcel. Irá o no, pero a nadie se le escapa que este hecho no ha salido a la luz porque ahora corresponde destapar miserias de los políticos. Más pronto que tarde le tocará al actual president y a algún otro con lo que cada cual tenga que ocultar. Estas cosas no salen gratis. El problema es cuánto está cada cual dispuesto a pagar por ejercer su voluntad. Dudo, sinceramente, que si los catalanes supieran el verdadero precio de esta aventura, lo pensarían muy mucho.

 

Pájaros del parque

Será por la abundante y temprana lluvia de este año. El caso es que se ha llenado el parque de verderones, jilgueros y petirrojos. Son cientos y se posan en las verjas a charlar de sus cosas, que serán, como cada año, sus cosas de pobre feliz. A veces nos acercamos los paseantes y se despliega un mapa de color, como aquellos de los colegios en la infancia y la masa se dispersa en los árboles cercanos. Entonces pían sus enfados y nos quedamos pensando en si no les habremos robado uno de sus pocos momentos de calma, a la caída de la tarde, cuando ya ha terminado su fatigosa tarea y han conseguido su pan de cada día.

Un país triste

España es una Italia triste. Castilla es una Toscana esteparia, con sus pueblos históricos vencidos y de los que quedan viejas iglesias y sus nombres de gloria aún más vieja: Madrigal de las Altas Torres, Espinosa de los Caballeros, Las Navas del Marqués…
La fiesta española es desmedida por contraste es una fiesta populachera y cutre que nace del desahogo: tomatinas, charangas, encierros… una fiesta de la adrenalina y la testosterona. En España son impensables los carnavales venecianos, aquí el disfraz es de señora tetona y de torero cutre, la victoria de las tiendas de chinos estaba cantada. Digamos que a este país le ha faltado una nobleza refinada, con sus costumbres de salón. Y una monarquía también dada a los lujos de su condición. Pero por aquí la nobleza fue nobleza de campo, rústica y más bien pobre. Sus palacios de granito no daban para orfebrerías y sus muros fríos para otra cosa que tapices de paño grueso contra los fríos. A esto contribuyeron Trastámaras y Austrias. Pero los Borbones se debieron de encontrar con un país arisco y soberbio y no tuvieron otra forma de sobrevivir que convertir su francesanía en campechanía, que es como aliviar la nobleza paseándola por la plaza del pueblo los domingos después de misa, como irse de vinos con los paisanos o como ir de parranda con los amigotes.
Y si la burguesía europea ocupó el lugar de los nobles buscando superarlos en refinamiento y sofisticación, por no decir en cultura, aquí trató de hacerlo en número de vacas, hectáreas de trigales y vinos de porrón.
Todo ello no es necesariamente malo, aunque sea cutre; la sofisticación y el refinamiento son sólo apariencias. El problema es que a la monarquía, la nobleza y la burguesía le sucedió una clase media que se dedicó al cutrerío y el gañanismo y, no podía ser de otro modo, exigió ese mismo comportamiento a todos. Esto es un trastorno social. El triunfo de lo vulgar es, en otros lugares, una democratización de costumbres heredadas con una impronta de cierta cultura o tradición: el té, las pastitas, el gusto por lo delicado, por el arte, el respeto al vecino y esas cosas que aquí se sutituyen por el elogio de la picaresca y el mal gusto.
Es más. Basta que algo funcione y sea agradable para que venga alguien a imponer el criterio general.
Se le ha ocurrido a uno todo esto viendo el anuncio de la lotería nacional y añorando al calvo de hace años. Siempre pasa lo mismo. De lo bueno sólo dejamos los nombres: Madrigal de las altas Torres… Por eso es éste un país triste y nostálgico. Pero en el pecado llevamos la penitencia.